martes, octubre 11, 2005

miércoles, septiembre 28, 2005

Mala inspección

La sombra negra aparecía y todos los estudiantes se hacían los distraídos, miraban para otro lado o simplemente se escondían detrás de alguno de los pilares. Cualquiera que viera a esos chicos pensaría que lo que se aproxima es algo que realmente infunde un poderoso temor. Pero se equivocan. Tras la puerta que da al patio principal aparece un tipo de senda casaca de cuero, pantalón de tela y zapatos de gamuza que, lejos de infundir temor, a primera vista causaba un poco de simpatía. Era de esos tipos que uno ve por la calle y no puede resistir la tentación de sonreír burlescamente.

Sin embargo, en el colegio todos los alumnos le tenían un singular respeto. Era de esos tipos que se mostraban duros y autoritarios, pero era tan justo que terminaba ganándose la admiración y el cariño de los chicos. Pero lamentablemente era el inspector, motivo suficiente para que las relaciones con los alumnos fuesen siempre de amor y odio. A veces tenía aciertos notables y lograba conciliar a aquellos que estaban a punto de transarse a golpes. Otras veces simplemente les ordenaba, con la voz más fuerte que tenía, que se fueran “en el acto” a la inspectoría. Su potente voz de sargento contrastaba con su pequeño tamaño. No por nada se ganó el apodo de Tatú, el enano de La Isla de la Fantasía.

A don Ángel (su verdadero nombre), se le odiaba en público y se le quería en privado. En las conversaciones de grupo siempre lo pelaban por una cosa u otra y se reían de su pequeñez. Pero estando solos, todos le tenían aprecio o, por lo menos, un cierto sesgo de admiración.

Definitivamente no era un inspector de colegio cualquiera. Su estilo autoritario contrastaba tanto con su apariencia que los apoderados se asombraban al ver que algo tan pequeño infundía más respeto que ellos. Más fuera de lo común era el hecho que estuviera casado con la profe de Biología. En un principio, pocos tenían conocimiento de esto, pero más temprano que tarde pasó a ser parte del saber estudiantil.

El Claret era colegio católico y, como tal, trataba de dar constantes muestras de buena fe. Habían aceptado estudiar gratuitamente a la hija inválida de uno de los auxiliares, que a su vez, estaba casado con una de las señoras del aseo. El concepto de familia lo querían insertar en la comunidad claretiana a toda costa y, tener matrimonios trabajando y familias completas ligadas al colegio, era una muy buena forma de hacerlo.

Sin embargo, Tatú y la profe se cuidaban siempre de no mostrarse “matrimonialmente” ante los alumnos. Cualquier cosa podría ser motivo para que los chicos les perdieran el respeto, lo que intranquilizaba al respetado inspector. Pero esto no evitaba que recibiesen algunas bromitas al pasar o un “Uyyyyyyyyy” de coro cada vez que el inspector debía visitar la sala de Biología.

Don Ángel era respetado, pero se le tenía bronca, sobre todo entre los más pelusones del colegio, esos pastelazos que no le trabajaban un peso a nadie y aquellos lenguas de víbora que hoy siguen esparciendo mierda de sus bocas en alguna que otra universidad privada de la ciudad. Existiendo esta clase de personajes, estaba claro que la figura del querido Tatú sería machada. Más aún por esa maldita costumbre que tienen “las mayorías” de dejarse contagiar por la mala leche. Ser “abogado” del Tatú era ganarse muchos enemigos.

Siempre se comentaba sobre cómo era la vida sexual del intachable inspector y de la dulce profesora. Los más osados daban por firmado que su calentura era tan incontrolable que, cuando terminaban las jornadas de clases, las colchonetas del gimnasio desaparecían misteriosamente rumbo a inspectoría.

En una ocasión ocurrió que la clase de Biología no comenzaba. Los alumnos estaban afuera de la sala porque la profesora aún no llegaba. Y el inspector encargado de ese patio tampoco estaba ahí como para obligar a los chicos a entrar a la sala y esperar. Ya habían pasado 20 minutos y todavía no pasaba nada.

De pronto uno de los más pendejos aparece gritando desde la puerta que daba acceso al patio central. A todo pulmón bramaba que Tatú y la profe Sandra estaban en plena faena sexual. Su teoría se basaba en que los vio salir juntos de una piecita usada para guardar los objetos de aseo. ¿Qué más podían estar haciendo ahí juntos?, pensaban todos.

El griterío de los chicos era tal que el inspector general salió de su oficina y escuchó lo que gritaban. Justo en esos momentos la profesora y don Ángel llegaban al patio. El inspector general los llamó con un gesto de su mano.

Tras una breve conversación, se fueron a la oficina del director. Los muchachos vieron con tristeza la mirada que Tatú les envió, clara muestra de sorpresa, pena y decepción. El sentimiento de culpa fue generalizado, pero nadie atinó a decir nada. El inspector y la profe caminaron de la mano, cabizbajos, mientras se perdían en el pasillo que llevaba a la oficina del director.
Esta historia, si bien está situada en escenarios y personajes reales, es de ficción.
Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados

lunes, septiembre 19, 2005

XI JUEGOS DE LA ARAUCANÍA 2002:

Profetas en su tierra

Érase una vez una región que se sintió como el Olimpo y sus deportistas como héroes griegos. Un ambiente propicio para la gestación de una de las mayores alegrías deportivas que nuestros gladiadores le han dado a la Araucanía.


Entre el lunes 4 y el viernes 9 de noviembre del año 2002, Temuco pareció ser otro. Buses recorriendo la ciudad de punta a cabo, decenas de chicos con buzo recorriendo las calles y los lugares de atracción, una exquisita mezcla de voces chilenas y argentinas, y mucho entusiasmo fue lo que se generó gracias a los XI Juegos de la Araucanía.

Esta competencia, para contextualizar un poco, se lleva realizando hace varios años e involucra a participantes de varias regiones del sur de Chile y Argentina. Cada año, una de las delegaciones participantes se encarga de organizar la actividad, que ya lleva once años de vida. En una semana se puede ver a los mejores exponentes del atletismo, judo, básquetbol, fútbol, ciclismo y voleibol de ambos países.

A lo largo de los juegos, nuestra región nunca había tenido una actuación destacada. Salvo algunas excepciones, la mayoría de las veces no se lograba destacar. De hecho, en la última versión de este campeonato binacional, nuestros exponentes volvieron con un gusto amargo en sus bocas.

Pero esta vez era distinto. Debía serlo. La novena región era la sede y estábamos de locales, lo que se comenzó a sentir a medida que se acercaba la fecha de inicio. La Dirección Regional de Chiledeportes y las diferentes asociaciones competitivas hicieron esfuerzos sobrehumanos para que estos juegos tuvieran la cobertura mediática necesaria y, con esto, el apoyo masivo de los temuquenses, lautarinos, villarricenses, carahuinos, imperialinos y de cada una de las comunas de la región.

Y lo fue. Por primera vez en la historia de los juegos la novena región conseguía un vicecampeonato en la tabla general. Fue la actuación más destacada que han tenido nuestros representantes hasta la fecha. La gente se sentía comprometida y, al ver que se daban los resultados, asistía en masa a los gimnasios y estadios, lo que ayudó a que este logro fuese posible. Esa semana se respiraba deporte en el Ñielol.

RESPALDO Y VOLUNTAD

Pero para que tamaño evento tuviera el éxito esperado, era necesario contar con el importante apoyo de las autoridades encargadas del deporte. La gran responsable de organizar los XI Juegos de la Araucanía en Temuco fue Chiledeportes, a través de su Dirección Regional.

Un apoyo que no sólo se debía traducir en los recursos económicos, sino también en un compromiso tal que lograra equiparar lo hecho en otras sedes de estos campeonatos. Los últimos juegos fueron realizados en Santa Cruz, Argentina, lugar en el cual los deportistas chilenos fueron muy bien tratados. La anterior versión había dejado la vara bastante alta.

El ser buenos anfitriones era uno de los objetivos. Pero sin duda el gran desafío estaba en otorgar las mayores facilidades para que nuestros deportistas sacaran la cara por la Novena Región. Éramos locales, lo que significaba una presión muy fuerte. Había que sacar buenos resultados, era ahora o nunca. Y así lo entendieron en Chiledeportes.

Carlos Oyarce es Jefe del Departamento de Actividad Física en la Dirección Regional. En el 2002 había asumido hace poco en este cargo y fue el encargado de organizar y de apoyar la participación de los atletas de nuestra región. Una importante tarea que requería de una entrega igualmente trascendente.

“Fue una tremenda responsabilidad ser el encargado de apoyar a los deportistas de acá. Y un gran trabajo también. Antes, durante y después de los Juegos visitamos a todas las agrupaciones y federaciones participantes que nos representaban. Debíamos motivar y estar atentos a cualquier cosa que se necesitase, sobre todo en el desarrollo de las actividades. Trabajábamos casi 16 horas al día para atenderlos a todos. Esa semana fue demasiado intensa, pero dio sus frutos”.

Y vaya que los dio. Por primera vez en su historia la región se hizo parte del cuadro de honor. Nuestros deportistas fueron vicecampeones, sólo superados por la delegación de Río Negro, los favoritos de siempre. Era la mejor ubicación que se había conseguido desde la creación de los juegos.

Estos logros se sumaron a la excelente organización del evento por parte de los directivos regionales de Chiledeportes. Hubo un real compromiso, el que se vio reflejado en la gran cantidad de gente que repletó los gimnasios, en los constantes agradecimientos por parte de los cuadros visitantes y en la trascendencia que el deporte consiguió en la región. Oyarce está seguro de esto.

“Hemos tenido un sudamericano de marcha, campeonatos nacionales de gimnasia rítmica, de levantamiento olímpico de pesas y de canotaje. Pero por el volumen de participantes, por el hecho de involucrar a deportistas de seis provincias argentinas y cinco regiones chilenas, y por el nivel deportivo de algunas competencias, ha sido el evento competitivo más importante de la ciudad”.

HACIENDO HISTORIA

Hubo muchas disciplinas que hicieron historia en la región. Una de ellas fue el voleibol femenino, actividad que fue parte de ese incremento general de los deportistas que nos representaban y que los llevó a ser vicecampeones.

Siempre acostumbrados a estar en la mitad de la tabla, los temuquenses no tenían mucha fe en el voleibol. Los resultados anteriores nunca habían sido muy auspiciosos, lo que comenzaba a generar un peligroso círculo vicioso: las chicas se sentían desmotivadas, el público estaba desilusionado y los dirigentes comenzaban a perder la confianza. Había que parar esto antes que sea tarde.

Fue así como Chiledeportes y la Asociación de Voleibol de Temuco se abocaron a la labor de encontrar un técnico extranjero que lograra lo que hasta el momento no se había podido hacer: consolidar a este deporte dentro de las destacadas.

En este contexto llegó Omar Morandini a la ciudad. Este mendocino deportista asumió la importante responsabilidad de lograr que el equipo femenino estuviera donde la gente lo quería ver: en los puestos de avanzada. Había sido contratado para dirigir a estas chicas en los Juegos de la Araucanía, pero terminó quedándose hasta el día de hoy a cargo de la selección.

“Yo no tenía una evaluación certera de lo que era el deporte aquí en la región, pues era mi primera experiencia fuera de mi país. Creo que la cosa pasaba por aportar la experiencia que había obtenido en Argentina y de poder aplicarlo acá en los juegos. El objetivo que se me planteó en Chiledeportes era que el equipo tuviera un rendimiento acorde a la magnitud del evento y al hecho de que éramos locales”.

Era un desafío. La presión era demasiado fuerte y Morandini la sentía. Sabía que si no se daban los resultados era probable que volviera a Argentina “con la cola entre las piernas”, como se dice popularmente. Pero ya estaba acá y había que hacer frente a lo que viniera. Porque problemas hubo, y varios.

“Lo más difícil no pasó por mejorar la técnica ni cosas propias del voleibol, sino cambiar la falta de actitud hacia el deporte. Fue un proceso que se fue dando en los entrenamientos y en las giras previas. Tuvimos que entrenar muy duro y acá no todas estaban dispuestas a eso. Pero las que se quedaron finalmente lo entendieron y lograron lo que lograron”.

Esa forma de ver el deporte, propia de un argentino, se fue inculcando en las jugadoras temuquenses, las que entendieron la forma de trabajar del entrenador. Aprendieron a soportar la presión que se sentía de tener que sacar la cara por todos aquellos que se acercaban a los gimnasios. Y fueron dando buenos resultados, lo que hizo que la gente se entusiasmara y repletara los recintos cada vez que las chicas de Morandini salían a jugar.

Finalmente el equipo de voleibol logró el tercer lugar en su disciplina, siendo la primera vez que este deporte otorgaba una medalla a la región. Un logro que se repitió durante tres años seguidos y que ha hecho que el técnico mendocino siga dirigiendo a nuestro equipo.

“Sin duda guardo muy bonitos recuerdos de ese tiempo. Con las chicas seguimos en contacto y muchas de ellas aún están en el equipo. Pero lo vivido en esos juegos fue maravilloso al ser la primera vez. Se cumplió el desafío a pesar de las presiones y pude aportar con mi granito de arena a que se lograra ese ambiente deportivo en la ciudad”.

“NOS SENTIMOS VERDADERAS DEPORTISTAS”

En este mismo equipo de voleibol estaba Daniela Barría. Esta joven de 20 años aún estaba en el colegio cuando se efectuaron los Juegos de la Araucanía en Temuco. Acostumbrada a que este deporte pase casi desapercibido ante la gente y los medios, recuerda cómo eso cambió en esos singulares días.

“El cambio fue fuerte. Se notaba que ese año no sería igual a los otros. Los dirigentes trajeron a un técnico extranjero para lograr resultados y consolidar la condición de locales. Antes éramos mucho más relajadas, pero con la llegada de Omar la historia fue otra. Él gritaba, ordenaba, y retaba con fuerza a quien no se acogiera a la disciplina. Hubo muchas dietas, prácticas extras, casi 50 partidos de preparación y una concentración que nunca antes habíamos tenido”.

Un sacrificio que se veía matizado además por las presiones que se hacían desde la dirigencia, las que también llegaban a las jugadoras. Fue una etapa llena de deserciones. No todas estaban dispuestas a ser sometidas a tamaño sacrificio. Pero las que se quedaron vivieron cosas que no se imaginaban y que todavía Daniela recuerda con emoción.

“Estábamos demasiado concentradas. Podíamos hablar con nuestras familias sólo a cierta hora y nos pasábamos del hotel a los partidos o los entrenamientos y viceversa. Nos trasladábamos en buses súper modernos y nos alojábamos en piezas de lujo. Todo esto nos hacía sentir como si fuéramos verdaderas deportistas, de las profesionales. Si hasta la gente nos pedía autógrafos cuando salíamos del hotel o del gimnasio. Fue una época única, parecía que estábamos en otra ciudad”.

Las que se quedaron al final agradecen los regaños de su técnico, los que les permitieron hacer historia en el voleibol regional. Hoy Daniela sigue ligada al deporte y conserva su medalla de bronce como el reflejo de una de las mejores etapas de su vida.

Experiencias que relatan cómo se vivió uno de los eventos deportivos más hermosos que se recuerden en Temuco. Un año en el cuál los hijos del Ñielol pudieron sentirse en la gloria. Y en su propia tierra.
Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados

domingo, septiembre 18, 2005

Una burbuja sin sound

“Vivimos en pequeñas islas, cada vez más pequeñas y aisladas”. Esta frase la escuché por primera vez en el colegio, estando en segundo medio. La dijo mi profesor de historia, quien además hacía la clase de educación cívica, después de escuchar a Alejandro decir que en la feria Pinto hay puros ladrones.
El profe Raimundo, como le decíamos de cariño, era un hombre súper tranquilo. Sin embargo, la frase dicha por mi compañero Alejandro lo hizo salir de esa pasividad. Sin ser grosero y recordando que él era un maestro y que no debía dejarse llevar por los dichos de los alumnos, le enrostró el hecho de que sus padres lo habían criado “en una burbuja”, que no conocía el mundo real y que tarde o temprano la vida se encargaría de mostrárselo.

Alejandro se sorprendió, todos nos sorprendimos. Finalmente Raimundo agachó la cabeza y salió de la sala. No regresó sino 15 minutos después, cuando ya habían tocado el timbre para salir a recreo y sólo quedábamos cuatro en la sala.

Ese día, todos nos quedamos pensando en lo que pasó. Lo comentábamos y recordábamos que no era la primera vez que Alejandro sacaba de quicio a un profe. Desde que entramos al colegio que él comenzó a ganarse fama de altanero y soberbio. En una ocasión, la profe jefe designó comisiones para organizar la participación del curso en el aniversario del colegio. Él dijo que no participaba en “pendejadas” y salió de la sala, ignorando a todos.

Alejandro Valenzuela nunca pudo encajar por completo en el curso. De hecho, es con quien menos pude compartir mientras estuve en el colegio. Y eso que había personajes bastante extraños. Sin embargo, sus rarezas se me fueron haciendo comunes e incluso formaron parte de mí. Nos fuimos homogeneizando de a poco. Al final, todos nos identificaban como “los del sound”.

Se podría decir que finalmente se logró un mestizaje. Muchos veníamos de realidades distintas, tanto social, económica e incluso educacionalmente. De hecho, el curso se armó cuando llegamos a las nuevas dependencias del colegio Instituto Claret, a la salida norte de Temuco. Este nuevo edificio estaría destinado exclusivamente a la educación media.

Con mayores espacios, se abrieron las puertas a nuevos alumnos. Llegaron del Centenario, del Inglés George Chaytor, de la Escuela Millaray y yo, de la Nº 12 Vista Verde, junto con dos de Santiago y uno de Concepción. Los que venían de la básica del Claret fueron divididos en nuevos cursos, por lo que sólo algunos quedaron nuevamente de compañeros. Todo esto hacía que el grupo fuera bastante diverso.

Recuerdo esos primeros días de clases. Cuando entre por primera vez a la sala no encontraba con quien sentarme. Miraba alrededor y notaba lo distintos que me parecían algunos. Unos hablaban de grupos musicales que en mi vida había escuchado, otros lo hacían de los conocidos que tenían en este colegio y los de más atrás conversaban de lo bien que le había ido al equipo de Padre las Casas. No encontraba a ningún par.

Finalmente opté por colocarme al lado de unos chicos que, por su forma de vestir, se parecían algo a mí. Los dos de chaqueta y peinaditos, bastante pernos. Yo también lo era (y creo que lo sigo siendo).

Estábamos en una especie de espacio multicultural. Todos sabíamos que ahí estaban “los otros” y que debíamos ser capaces de identificar a “los nuestros”. Se comenzaron a formar los grupos de acuerdo a lo que llaman la “tincada”. En mi caso, como era tímido, callado y ñoño, me junté con los chicos más tranquilos. Suponía que los habladores, esos que siempre buscan ser “centros de mesa”, sólo querrían tenerme para sus bromas si es que me juntaba con ellos.

Pero comenzó a darse algo más. Los grupos que se formaron en un principio se fueron agrandando. Sucede que, por un sistema de educación que el colegio pretendía ejecutar, las mesas no eran como en el común de los establecimientos educacionales. Acá las mesas tenían forma de trapecio, con el fin de juntarlas en grupos de seis y formar un hexágono. La idea era hacer que los chicos aprendieran a interactuar en grupo.

Esto obligó a que los tres que nos juntamos en un principio nos agrupáramos con otros tres más. Así fue que comencé a conocer a Gabriel Moncada, un chico que no hablaba mucho, pero que decía venir de Santiago y gustarle el grupo Metallica. Yo no conocía nada de rock (para que vean lo perno que era), así que eso me parecía rarísimo. Comenzamos a conversar y logramos establecer un punto en común: ambos éramos colocolinos.

Fue así que comenzamos a vivir un pequeño proceso de interculturalidad. Un capitalino de movimientos nerviosos con un temuquense con cero conocimiento “del mundo”, logran establecer un vínculo por medio de un gusto por el fútbol. Pero lo que me permitió unirme a Gabriel, me “distanció” del resto. No podía haber tenido peor suerte: la mayoría del resto de mis compañeros era de la U.

Este detalle hizo que Gabriel, los chicos de chaqueta y yo nos sintiéramos como una minoría. Lo peor era que, entre las mujeres, también había un predominio “azul”. En ese tiempo, el fútbol todavía tenía importancia y era capaz de generar divisiones, a diferencia de hoy, que es menos preponderante. Si me escuchara mi profe de Comunicación intercultural, tal vez diría que el grado de diferenciación cultural que yo tenía era mucho mayor con el resto del curso que con los chicos de mi grupo, claramente. Demás está decir que ellos eran la “cultura dominante”.

El grupo que más se destacaba en el curso era el compuesto por Cristian Lobos, Pablo Gutiérrez y Michael Zamora. Ellos eran los “pelusones”, esos que siempre tiraban la talla y le ponían apodos al resto. A veces parecían matones de pobla. Eso hacía que algunos, guiados por el prejuicio, les tuviéramos respeto.

Poco a poco ese grupo se fue acrecentando. Adolfo Toro, uno de los chicos que estaba conmigo en un principio, se cambió. Finalmente sacó las garras y terminó siendo más pelusón que Lobos y Gutiérrez. Gabriel lo siguió y también se fue ahí, a pesar de su alma colocolina.

En tanto, Rudolf Manríquez, el otro chico de chaqueta, había establecido contacto con Héctor Carrasco, a quien yo ubicaba porque vivía cerca de mi casa. El tópico era otra vez la música. Héctor tocaba bajo y estaba formando un grupo de Grunge, tendencia predilecta de Rudolf. Yo no me iba a quedar solo, así que, aunque no tenía idea de todo eso, me senté con ellos. Ahí conocí a Julio Paredes y Sergio Cordero, dos chicos que estaban con Héctor y que venían de Gorbea, una comuna al sur de Temuco. Los cinco nos sentamos juntos y no nos separamos hasta que salimos del colegio.

Esta rotación de personas hizo que nos empezáramos a conocer un poco más. Gabriel sirvió de nexo para que los dos bandos más grandes del curso se juntaran y se conocieran. Hizo una especie de “lobby”. Así descubrimos que ellos eran fanáticos por la música sound. Héctor y Rudolf se reían de eso, lo consideraban “chano” (rasca). A mí me pareció simpático y a Sergio le fascinó, pues también tenía oculto su gusto por lo tropical.

A los tres meses juntos, surgió algo que nos terminó de unir a casi todos. Otro curso, el primero C, nos desafió a un partido de fútbol. Mejor dicho, por una rencilla, desafiaron a Lobos y Gutiérrez a enfrentarse en las canchas del colegio, once por lado, lo que obligó a éstos a buscar apoyo del resto del curso. En un principio hubo cierta resistencia, pero finalmente formamos el equipo. Jugamos y perdimos, lamentablemente, pero la diferencia fue mínima y por culpa de un penal. Después de eso, nos fuimos a tomar algo para calmar la sed. Ahí terminamos de hacernos amigos todos.

Con las chicas nos empezamos a conocer en los viajes que hacíamos en las micros. Como el colegio quedaba a la salida norte de la ciudad y corría una sola locomoción, nos juntábamos todos arriba de las máquinas.

Después de lo del partido, ya comenzamos a ser identificados. Siempre nos instalábamos en el mismo lugar del patio a molestar a quienes pasaran por ahí. Sí, porque a nosotros también se nos pegaron las malas mañas de Lobos, Gutiérrez, Zamora, Toro y Gabriel Moncada.

Si bien las tendencias musicales y los equipos de fútbol nos diferenciaban, poco a poco aprendimos a vivir con esas diferencias. Lobos tenía algo en común con Héctor: eran líderes en sus respectivos grupos. Los dos lo sabían y eso los hizo acercarse, lo que hizo que nosotros hiciéramos lo mismo. Cada día que pasaba descubríamos nuevas cosas que teníamos en común. Había distinciones, pero el resto del colegio ya nos veía como un solo gran grupo.

Pero lo que más reflejó este mestizaje fue la presentación que hicimos en el primer aniversario del colegio que vivíamos como curso. Había que hacer una presentación artística y a Gutiérrez se le ocurrió hacer un grupo sound.

La idea fue tomando forma. Lobos, Zamora y Sergio la apoyaron de inmediato; Gabriel, Toro, Julio y yo fuimos convencidos a participar de la “performance”. Héctor y Rudolf eran demasiado “grunge” como para participar imitando a un grupo tropical, pero igual se pusieron, uno con su bajo y el otro con pelucas y vestuario. Después de eso, fuimos conocidos por el resto del colegio como el “curso sound”.

Era curioso. Yo nunca me había imaginado que iba a terminar imitando a un baterista de cumbias. Pero al final, creo que nos quedó gustando, a todos. Ya casi nada quedaba de esa segmentación del principio.

El curso se volvió bastante unido, salvo por un detalle: Alejandro Valenzuela. Nunca participó de ninguna actividad, se juntaba la mayoría de las veces con un grupo de mujeres, pues consideraba que el resto nos habíamos dejado llevar por “la chanería".

Siempre existió una inmensa muralla entre este chico y nosotros. En un principio todos éramos distintos, pero la interacción de nuestras mini-culturas nos permitió conocer otras realidades y, en conjunto, formar una nueva. Con Alejandro nunca hubo interacción, era como si no perteneciese al curso. Al final, para nosotros casi no existía. Sólo se hacía notar cuando lanzaba algún comentario poco grato contra Lobos o Gutiérrez. Claramente había aires de clasismo en sus palabras.

Lo curioso es que, si bien muchos de nosotros no veníamos de poblaciones, las palabras de Alejandro nos tocaban a todos. Nuestro contacto con los chicos era tal que era como si nos ofendiera a nosotros también. Lobos y Gutiérrez eran “de los nuestros” ahora.

Cuando Alejandro salía con sus comentarios o gestos de desprecio, nosotros le respondíamos igual. Él ahora era minoría y se lo hacíamos sentir. En realidad, sí hubo interacción, pero esta se remitía a su rechazo con nosotros y viceversa. Si bien la competencia comunicativa en cuanto a lenguaje existía, él nunca se dio el tiempo de conocernos y no dejó tampoco que nosotros lo descubramos.

Con él falló todo. Era más fácil ignorarlo que tratar de hacerlo partícipe de nuestras cosas. Es increíble la distancia que se puede producir en tan solo unos cuantos metros cuadrados.

Ni los profesores podían integrarlo. Hasta que llegó el momento en que el profe Raimundo también, de alguna manera, se dio por vencido y tiró la esponja. “Por Dios, vives en una burbuja. Si parece que todos vivimos en pequeñas islas, una más pequeña y aislada que la otra. Qué pena, realmente”, dijo antes de salir de la sala aguantando algo que parecía un sollozo mezclado con cierta frustración. Cuando salimos a recreo, Alejandro fue el primero en irse. Fue la última vez que lo vimos en el colegio.

Si él se hubiese abierto a conocer al resto, a interactuar con los demás, tal vez la historia sería otra. Además, no habría dicho que la gente de la feria es ladrona. Sabría que la madre de Raimundo trabajó mucho tiempo como verdulera y que gracias a eso pudo educarlo y transformarlo en profesor. Todos lo sabíamos, él nos lo contó una vez. Bueno, casi todos. Claramente Alejandro no escuchó, nunca escuchaba.
Cualquier relación con la realidad es sólo coincidencia... Forzada coincidencia
Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados

martes, agosto 09, 2005

Carreras a la chilena:

En las patas de los caballos

Lo que comenzó como un homenaje terminó siendo una inolvidable experiencia, matizada con apuestas, empanadas, copete y garabatos. Un encuentro cercano con el chileno que nadie reconoce ser, pero que todos llevamos dentro.

El aviso de la radio indicaba que se realizarían carreras a la chilena camino a Labranza. De inmediato se me vino a la mente la imagen de mi abuelo y de lo mucho que le encantaban estas cosas. En más de alguna ocasión tuve la oportunidad de acompañarlo, pero apenas tenía cinco años y poco me acuerdo de eso. Hoy mi abuelo ya no está conmigo, y pensé que asistir a esas carreras sería una forma de recordarlo y de acercarme a él, a pesar de la funesta distancia.

El día estaba lluvioso, lo que le quitaba las ganas de salir a cualquiera. Pero yo no me dejé intimidar por eso, muy a pesar de los regaños y recomendaciones de mi madre, la que insistía en que me quedara al ladito de la estufa.

-Esta lluvia no es nada, ya pasará- dije mientras me iba.
-Yo te quiero ver cuando llegues como pitío. Después es una la que tiene que andar haciéndote remedios- se escuchó cuando cerré la puerta al salir.

Debía tomar la micro que va a Labranza, así que tenía que estar atento a los letreros de éstas para ver cuál era la que me servía. Seguía lloviendo, y el microbús no pasaba nunca, lo que empezaba a mermar mi entusiasmo. Por suerte estaba bajo un paradero relativamente bien techado, lo que me evitó una pulmonía o caer bajo el ya popular virus de la influenza.

Después de un cómodo viaje en una “lujosa” Mercedes Benz carrocería Metalpar del año 78, llegué al lugar. Había un barrial que me hizo recordar las palabras de mi mamá al salir. Mis zapatos eran gruesos y con caña, pero no habían sido sometidos a prueba todavía, por lo que traté de evitar cuanta poza de agua se me cruzaba en el camino. A pesar de esto, pude llegar sin mayores problemas al sector donde ya estaban por largar un par de caballos.

Escuché que alguien gritó algo de las entradas. No sabía si había que pagar o no para ingresar al lugar, pero como nadie me atajó en el acceso, me quedé calladito y me hice el leso. Tenía algo de plata, pero no la iba a ocupar en pagar una entrada. Rato después me di cuenta que era mentira lo de las entradas, así que me quedé más tranquilo. Tal vez era algún curagüilla que se quiso pasar de vivo y cobrar lo que no correspondía.

Un olor que le abría el apetito al que pasara salía de una ramada que estaba cerca de la zona de largada. Ahí estaban vendiendo empanadas, completos y calzones rotos. Al otro lado, el olor era algo diferente. En esa esquina era vino, cerveza, chicha y pisco lo que se vendía. Obviamente, era el área más concurrida del recinto. Los precios no estaban muy caros, así que me fui a mirar la carrera con una empanada en mi mano izquierda y un vaso de vino en la derecha.

Los caballos estaban por largar y comenzaron a aparecer los apostadores. Un tipo de sombrero plomo que estaba al lado mío comenzó a gritar en mi oído y a agitar su mano como las palomitas que venden dulces en Curicó.

-Yo voy con cinco lucas por el bayo- decía mientras mostraba el billete.

El hombre estaba muy seguro de lo que hacía, a tal punto que me invitó a apostar también.

-Y usted amigo, ¿por qué no aprovecha iñor? El bayo va fijo, se lo digo yo.
-No pasa ná. Más rato a lo mejor me entusiasmo- le contesté.
-Bueno, usted verá. Mientras no se le pase la vieja nomás.

Otros hombres se acercaron a “mi amigo”, todos mostrando de lejos su dinero. Cuál de todos le ponía más entre pera y bigote. Me puse a pensar en la América que se harían los patos malos una vez que los viejos se curaran. Por lo mismo, procuré tomar poco, aunque con una empanada en la mano el vaso de vino era justo y necesario. Mientras no sea del “bigoteao”, estamos bien.

Todo estaba listo para la largada de las bestias. Los viejos se agolparon a la orilla de la cancha de carreras, ansiosos por saber si se irían con los bolsillos llenos o con la cola entre las piernas. Los que no apostamos, nos dedicamos a especular sobre cuál caballo sería el ganador. Yo sabía que estas carreras suelen estar más arregladas que las modelos del Kike Morandé, lo que comenté con los que estaban cerca mío.

-Pero, ¿no estará arreglada esta carrera?
-Siempre hay una manito media bruja, pero los brutos apuestan igual. En todo caso, igual uno no sabe cuál es el que está favorecido o no- Me respondió sutilmente uno de los que conversaba conmigo.

La lluvia seguía cayendo. Algunos arrancaban y se refugiaban bajo la ramada, lo que hizo que ésta se llenara y favoreciera las ventas. Pero yo ya me había entusiasmado con lo que ocurriría en la cancha. Además, se formó un agradable “grupo de espectadores” que hacía más ameno el ambiente. A esa gente no la había visto nunca, pero igual conversaban conmigo como si me conocieran de años (a diferencia de otros eventos, en los que nadie se junta con nadie).

La singular cháchara fue interrumpida por el grito de un tipo medio orejón que estaba parado sobre el partidor y que era el encargado de dar la partida.

-Atención, atención. Ya vamos a largar.

Al instante el grupo de apostadores paró la oreja y se acercó aún más a la pista. Los jinetes, por su parte, se veían tranquilos. Daba la impresión que les daba lo mismo ganar o perder, a diferencia de los caballos que llegaban a escarbar de ansiedad. Ante los bramidos provenientes del grupo de los apostadores, los jinetes trataron de ponerle más color al cuento y comenzaron a intimidarse mutuamente.

-Ya vay a ver. Te voy a dejar en vergüenza, hueón-
-Qué me vay a dejar en vergüenza voh, con la cagá de caballo que tení. Parece burro la hueá.

Así siguió el “armonioso” diálogo entre los jinetes, mientras el tipo orejón junto a otro gallo ya estaban por abrir los portones del partidor. Todos estaban atentos, hasta que se escuchó el fuerte sonar de los fierros.

-¡Y nos fuimos, mierda!- gritó como loco uno de los que estaba a mi lado.

Los caballos empezaron a galopar sobre una pista que parecía pantano. Las chispas de barro nos dejaron a todos con la ropa jaspeada y la cara sucia. Pero eso era lo que menos interesaba. Todos teníamos nuestra atención en el correr de los equinos.

En menos de 30 segundos la carrera ya había terminado. Fue como un orgasmo. Gozado, sudado, gritado, pero efímero. Mientras unos pocos saltaban de alegría porque habían ganado, otros no atinaban más que a caminar con la cabeza gacha y los más entonados reclamaban que la carrera estaba arreglada.

-Esta hueá es un fraude- Gritaba el hombre que me invitaba a apostar por el bayo.

No sé si habrá sido lo que llaman “el instinto periodístico” o qué se yo. Lo cierto es que no aguanté el acercarme al personaje y hacerle una de esas típicas preguntas tontas y estúpidas que hacemos a veces los periodistas.

-¿Está enojado por lo de la carrera?
-Claro que sí poh. Estos chuchesumare me tienen emputecido. Siempre hacen la misma hueá- Me contestó “cordialmente” el amigo.

Preferí no seguir preguntando y me fui a la ramada a comerme la última empanada antes de irme, pues parecía un pollo nuevo de lo mojado que estaba. Después supe que mi amigo se agarró a combos con otro tipo. Lamenté no haber podido presenciar la pelea (y no haber podido grabarla), pero el frío y las de pino pudieron más que el morbo.

Una vez terminada mi tercera empanada (y mi segundo vaso de vino) y en vista de que estaba empapado por la lluvia, decidí retirarme. Seguramente después vendrían más carreras, más apuestas y más mochas. Quien sabe, a veces hasta de botellazos se van algunos. Pero se hacía tarde y sólo quedaban los borrachines de siempre. Un espectáculo que ya había tenido la oportunidad de presenciar en otro lado.

La micro demoró algo más que la vez anterior. Conmigo se subieron como cinco personas más (buen negocio para el micrero). Me bajé del simpático microbús y caminé hacia mi casa. Mientras lo hacía, imaginaba lo que diría mi mamá al verme tan mojado. La bienvenida fue la esperada.

-Te dije que no fueras a lesear. Eres igual de porfiado que tu papá.
-Ya, ya. Si igual no me mojé tanto- dije, tratando de minimizar algo que era más que evidente.

Mientras me cambiaba de ropa, pensaba en mi abuelo y en cómo habría sido haber estado ahí con él. Al final me di cuenta que él sí estaba ahí y, quién sabe, podría haber sido cualquiera de los huasitos de los que me mofaba tan burlescamente, incluso el que apostaba por el bayo. Y me di cuenta que yo también había sido uno de ellos, aunque fuera sólo por unas horas. Tal vez sean las raíces, ¡quién sabe! En todo caso, la próxima vez no me quedo sin apostar. Cinco lucas al bayo, ¡y que hueá!
Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados

sábado, julio 23, 2005

El día en que se me ocurrió ser carabinero:

Verde Opaco

Joven chileno: Si tienes entre 18 y 24 años y sientes el deseo de servir a tu patria y serle útil a tu sociedad, postula a Carabineros de Chile y trata de no morir en el intento.


Todavía no logro recordar cuándo nació la idea de ser carabinero. Nadie en mi familia se imaginaba que a mí se me ocurriría semejante cosa, menos aún mi madre. Cuando supieron pusieron el grito en el cielo como por cinco minutos. Que es muy peligroso, que los patos malos, que los turnos pesados, que la mala paga, entre otros argumentos, los cuales no fueron capaces de sacarme la idea de la cabeza. En fin, como ya había otros paquitos en la familia, el tema no fue tan grave.

Después de reunir una cantidad de papeles que no cabían en una carpeta, me inscribí en el proceso de postulación a la Escuela de Carabineros de Chile del General Carlos Ibáñez del Campo. Recuerdo que me atendió el Suboficial Rocha, un viejito bastante cortante y seco. Era como si quisiera mostrar cómo sería el trato en esa institución.

-Buenas tardes, qué quiere- Me dijo “cordialmente”.
-Buenas señor, traigo mis papeles para inscribirme en la postulación.

El carabinero revisó mi carpeta y me dijo que esperara el aviso en mi casa, algo así como un “deja tu teléfono, te llamamos”. Lo tomé tranquilo y seguí adelante con mi locura.


LA PRIMERA "RECEPCIÓN"

Así pasaron las semanas, hasta que quedé citado para reunir mis exámenes de admisión en el Grupo de Formación Policial de Las Quilas, en Temuco. Ahora sólo quedaba prepararse para lo que se venía. Estos exámenes eran tanto (o más pesados) que la Prueba de Aptitud. Matemáticas, Historia, Verbal, Inglés y el temido test psicológico, conocido como el “corta cabezas”.

Y llegó el día. Esa mañana estaba heladísimo y yo sólo andaba con la chaqueta de mi terno. Tenía estar a las ocho en punto listo para rendir los controles de rigor. Debía identificarme para acreditar que no era ningún extremista infiltrado o qué se yo. Procuré eliminar de mis bolsillos cualquier objeto que pudiera parecer sospechoso. No quería que, por error, me echaran a la primera.

Una vez ahí, pregunté al carabinero de guardia dónde era el cuento.

-Buenos días. ¿Dónde debo esperar? Soy postulante.
-Camina hasta el fondo de ese camino. Ahí están esperando los demás- Me contestó.

Así lo hice y llegué donde me había señalado el paquito de guardia. Estaba lleno de hombres terneados y mujeres vestidas como promotoras de cosméticos, todas ellas con el típico “tomate” en el pelo. Traté de buscar un rostro conocido, pero sólo veía caras serias. Era como si todos los que ahí se encontraban ya se creyeran guardias de palacio, pues apenas se movían y parecía que estaban cuadrados esperando a su venerada autoridad.

En esos instantes, yo tenía miedo de todo. Se me imaginaba que si echaba una talla me echarían encima a las Fuerzas Especiales, con guanaco incluido. Así que me quedé tranquilito en una esquina, esperando que llegara el que oficiaría de nuestro verdugo.

Por suerte pude encontrarme con alguien que no tuviera cara de “Rambo”. Era Gerardo, mi amigo de infancia y ex compañero de colegio. Estaba con una chica que yo conocía del colegio también.

-Hola viejo, ¿cómo estas? Tanto tiempo.
-Que tal compadre, cómo anda. Oye, ¿te acuerdas de la Dany?
-Si po, cómo estas.
-Bien, bien. Que rico encontrarnos aquí- Dijo ella.

Así seguimos conversando hasta que se sumó otra chica conocida. Ahora el tiempo pasaba un poco más rápido y nos relajamos entre todos. Los demás, al ver que nosotros nos comportábamos de manera natural, también se soltaron.

En eso estábamos cuando llegó un tipo con pinta de Sargento, quien nos indicó que los exámenes estaban por comenzar.

-¡Ateeeeeeeeeención! Mi capitán Barahona los espera en el gimnasio.

Llegamos al lugar y ahí estaba el examinador. Después de darnos la bienvenida y de hablar por casi media hora de lo importante que es pertenecer a Carabineros de Chile, procedió a repartir la primera de las pruebas: Matemática. Yo estaba tranquilo, pero entumido. El gimnasio estaba demasiado helado e imaginé que eso podría ser una prueba más para ver quién tiraba la esponja más rápido.

El primer día pasó tranquilo. Sólo exámenes teóricos. Lo difícil se venía ahora, con el examen psicológico. Era una hoja con más de 200 preguntas, donde se debía responder sí o no. Todos demoramos más de la cuenta en esa prueba y nadie pudo terminarla. Sin duda, ese era el colador.

Posteriormente nos fuimos con los exámenes físicos, mi gran karma. En los abdominales anduve bien, pero en las flexiones de brazos me mandé mi caída. Apenas hice dos, y lo requerido eran siete. En todo caso, pocos fueron los que llegaron a esa cantidad, sólo uno que otro espécimen con pinta de comando. En velocidad, bien. Como para agarrar a cualquier pinganilla. En resistencia, salvando. El condenado test de Cooper casi me deja sin pulmones, pero aguanté estoicamente.

Una vez terminado todo, nos fuimos con Gerardo y sus amigas a comer algo al centro y tomar una cerveza para celebrar el fin de los martirios, por el momento. Yo andaba un poco enfermo de la guata, así que me fui temprano. Todos nos deseamos suerte y mi compadre, que andaba en la camioneta de su viejo, me fue a dejar a mi casa.

Después de eso, sólo quedaba esperar a saber quién había quedado preseleccionado. Los que fueran llamados debían viajar a Santiago para realizar los exámenes médicos, las entrevistas personales y un segundo examen psicológico.


A SANTIAGO LOS PASAJES

Pasó más de un mes hasta que tuve noticias de los verdosos. El llamado indicaba que mi destino era Santiago. Lamentablemente, Gerardo no pasó la preselección, así que tendría que enfrentar solo lo que venía.

Viajé con mi mamá un día nublado (para variar) y nos quedamos alojando en la casa de una madrina en Cerro Navia. Ahora el show era tratar de ubicarse en Santiago.

La Escuela está ubicada en Providencia, por lo que debía cruzar todo Santiago para llegar a rendir los últimos exámenes. Salí a las cinco y media de la mañana de la casa de la madrina. Después de un viaje en micro que me pareció eterno, me presenté en el lugar a las siete y media.

Como estaba citado a las ocho, tuve tiempo de observar y conocer el recinto en el que pretendía pasar tres años de mi vida. Es un bonito edificio, blanco como el mármol y cubierto de grandes ventanales que le daban un aire clásico. El acceso es un gran jardín donde llegaban los autos de los oficiales y de uno que otro aspirante con plata. Al lado del recinto está el Museo de Carabineros, en las dependencias donde se ubicaba la Escuela en sus comienzos.

Todos los que nos encontrábamos ahí estábamos ansiosos. Ya no éramos sólo de tierras araucanas, sino que proveníamos de todo Chile. Jóvenes que, de Arica a Punta Arenas, soñaban con vestir el verde uniforme de las carabinas cruzadas. A lo lejos pude divisar algunas caras conocidas de los que ya habíamos estado juntos en Temuco. Me acerqué a ellos para conversar y tratar de soltar los nervios propios de la espera.

Estábamos en eso cuando llegó el oficial a cargo: el Teniente Mohl. Fuerte y claro, nos dio la bienvenida y nos habló de lo que sería la segunda parte del proceso de admisión. Todos estábamos atentos. Nadie quería andar preguntando después y pasar por pajarón delante del resto.

-Eso es todo. Buena suerte y ojalá que aguanten- Gritó enérgico el oficial.


LA VERDE PACIENCIA


Así comenzamos el tandeo. Lo primero era llenar un documento llamado DHP (Declaración Historial Personal), que no era otra cosa que una síntesis de los antecedentes de cada uno. Te preguntaban dónde naciste, en qué colegios estudiaste, donde has vivido a lo largo de tu vida, en fin. Pero lo más fregado fue cuando consultaron sobre los antecedentes familiares. Debía nombrar y dar los datos de todos los parientes “cercanos”. Ese sí que fue un problema, porque yo tenía tíos que en mi vida había conocido. Menos aún iba a saber su Rut o si habían estado presos alguna vez. No me interesaba saberlo tampoco. Con la suerte que tengo, lo más probable es que alguno de los integrantes de mi árbol genealógico haya pasado por “la sombrita” en alguna ocasión.

Después de recolectar datos como loco y entregar el condenado DHP, me tocó pasar a los exámenes médicos. Como éramos tantos (más de 300), nos separaron en grupos de acuerdo a la zona de procedencia. La idea era que los de regiones termináramos primero.

Así pasamos por todos los doctores. El otorrino, el medico general, el medico bronco pulmonar, el dentista y mi gran karma: el oculista. Como uso lentes, este tipo era el que me daba más miedo. Nunca supe si logré salir bien en eso.

Un caso aparte merece la atención del urólogo. Se empezó a correr el rumor de que el médico era una mujer, lo que podría habernos provocado más de algún bochorno.

-Oye loco. Dicen que una mina está haciendo el examen.
-Tay hueveando- Dijimos todos a coro.
-Si viejo, así dijo un compadre que salió recién.

Finalmente, todo era falso. Quien nos masajeó las presas fue un viejo con cara de pescado.

Y se vino el segundo control psicológico. Era una mina media treintona con cara de enojona que me hizo pasar a un escritorio largo y bien barnizado. La tipa me preguntó sobre el por qué me quería meter a paco y cosas por el estilo. Yo le contesté la típica: que el amor a la patria, que el servicio público, que del sacrificio soy emblema, etc. Posteriormente me hizo el test de los colores. Calculo que no me fue muy bien, aunque a nadie le fue como corresponde.

En la entrevista personal con el Director de la Escuela se empezó a notar la influencia de los pitutos. Los conocidos se saludaban de mano con los oficiales antes de entrar al despacho del primer hombre del plantel.

-Buenos días tío- dijo uno de los postulantes.
-Hola cabro, como estay. Estate tranquilo nomás, si mi coronel ya te conoce- le contestó un viejo que, por las estrellas de su hombro, tenía el grado de Mayor.

Entre los postulantes éramos pocos los que no teníamos alguna cuña en donde apoyarnos. Habían hijos de comandantes, comisarios y hasta generales. Basta decir que entre nosotros estaba un nieto de Stange, ex General Director de los paquitos. De más está decir que éste quedó aceptado, aprobado y sacramentado.

Después de una semana y media de lentos y engorrosos exámenes (que me salieron por ochenta lucas), regresé a mi casita en el sur. Aún conservaba la esperanza de que las aptitudes pudieran más que las influencias.

El resto ya es historia conocida. Carabineros no quiso contar conmigo y me quedé con una vena del porte de un vacuno. Para nadie es fácil asumir que te desecharon, pero qué se le podía hacer.

En todo caso, no hay mal que por bien no venga. Si hubiese sido aceptado, no estaría escribiendo esto en mi calidad de periodista. Estoy feliz con lo que hago y me va bien, ¿qué más puedo pedir? Además, es muy probable que haya sido un muy mal carabinero, pues odio levantarme temprano y me carga hacer fila. Definitivamente, el verde no combina con mi tersa piel.

Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados
Fotos: Web ESCAR (http://www.escuelacarabineros.cl)